Cuando miraba por el catalejo al que me subía mi padre, suponía que me aguardaba una vida llena de emociones y aventuras. La vida era entonces un antiguo mapa mudo con hallazgos y sorpresas escondidos en cada rincón. Se evaporó con el tiempo aquella euforia y ha resultado todo más breve y triste de lo que preveía.
No había cabos ni ensenadas que descubrir, únicamente borrascas y de tanto en tanto una leve bolina que empujaba a seguir adelante. Se puede resumir todo en dos líneas: tres o cuatro viajes en agosto con mi mujer, un anodino trabajo en la biblioteca y tres historias con tres amantes que acabaron mal. Este colofón en la residencia es lo de menos, un desenlace algo mustio que cuadra con una vida que no ha valido gran cosa, una vida de la que sólo rescato estos últimos días, desde que decidí cambiar algo, emular a Rustichello y vivir escuchando. Luego vendrían Bessa, Bridoso, Clara y todos los que me llevaron allí, los que me enseñaron orillas a las que mis ojos nunca habrían llegado.