Hubo otra vanguardia en Buenos Aires. A destiempo, sin alboroto y de alcance limitado, pero con una influencia decisiva en la poesía posterior. Ocurrió precisamente cuando Cortázar se quejaba de la distancia entre el lenguaje y la realidad; al mismo tiempo que Wilcock abandonaba el español por su falta de flexibilidad para la escritura.La década de 1920 estaba enterrada y el fervor vanguardista parecía apagado cuando en 1944 Edgar Bayley sentó las bases del invencionismo, la rama poética del arte concreto que se consolidaría con la formación del grupo poesía buenos aires. Liderado por Raúl Gustavo Aguirre, el primer número de su revista resultó tan grandilocuente y cargado de definiciones engoladas como el universo estético al que se enfrentaban salvo por una cosa: la renuncia a los dogmas colectivos y su voluntad de afirmar poéticas individuales. Aquel sería el laboratorio de pruebas de un nutrido grupo, compuesto por Mario Trejo, Alberto Vanasco, Rodolfo Alonso y Jorge Enrique Móbili, entre muchos otros. También sería la plataforma de difusión de los jóvenes Leónidas Lamborghini y Alejandra Pizarnik, así como la puerta de acceso a las poéticas más novedosas de principios del siglo XX: Apollinarie, de Lima Souza, Éluard, Pavese, Pessoa, Picabia, Prevert, Rimbaud, Thomas y Tzara fueron cuidadosamente traducidos por Aguirre.Pero ¿cómo definir a este grupo como vanguardista, cuando no se ajusta a la idea de novedad y escándalo que tenemos de estos movimientos? Volver a la vanguardia es el producto de una extensa investigación hemerográfica y una profunda revisión de la teoría de la vanguardia con el objetivo analizar el modo en que el grupo poesía buenos aires cumplió con la pauta que define a los ismos latinoamericanos: actualizar la literatura en los albores de un quiebre histórico.